jueves, 2 de febrero de 2017

LUISÓN Y GWENDOLYN

Ella era rubia, de cabello liso y largo, ojos verdicastaños, guapa, muy guapa, risueña, afable, bonachona, también educada, muy educada, y también padecía gigantismo. En su barrio la apodaban Gwendolyn.
Él era pecoso, de pelo bermejo y así como estropajoso y tez blancurria, payasete, vivaracho y cariñosón, también era flaco, muy flaco, y también era bajito, muy bajito. Sus vecinos le llamaban Luisón.
Ella no tenía aún treinta años, él pasaba los cincuenta, ella vivía con un padre divorciado, bestial, amargante y amargado, él, por su parte, hacía lo mismo con una madre viuda, dramática, castrante y escapulárica. Ella, desde muy niña, pensaba en su padre como en "el enemigo de la vida", él, desde siempre, consideró a su madre "plañidera a jornada completa" y, a cada una de sus neurastenias, resignadamente rebufaba por lo bajini un "...y el lamento tomó ser..." Para respiro de su padre, de llegar a conocer esto, ella aún era virgen, para alborozo (quizá único) de su madre, de haberlo sabido, él lo era también.
Coincidieron en una página de contactos. Se comunicaron por ese medio durante semanas. A ella, después de haber sufrido a lo largo de su existencia las burlas de docenas de anormales, la reconfortaba poder compartir bromas y no ser la causa de ellas, a él, con más de medio siglo a cuestas de sinsabores y desdenes, aquello le permitía mostrarse tal cual era sin temor a réplicas abyectas. Ninguno de los dos colgó una foto propia en su perfil. Ella le dijo que era alta, él la contestó que él no.
Tuvieron su primera cita en una cafetería conocida por ambos, él se presento allí quince minutos antes de la hora acordada, ella diez. Se reconocieron por la ropa que se dijeron que llevarían puesta; él estaba acomodado en la barra y ella vio que en la banqueta le colgaban los pies a media asta, él, por su parte, contó hasta tres lámparas bajas de hierro forjado bajo las que ella se agachaba hasta llegar a su altura; al desconcierto inicial ella le echó un par de ovarios y él dos güevarios.
Continuaron viéndose en el mismo café durante dos semanas más; complementaban estas citas con largas videoconferencias durante todas esas noches, siempre después de la cena, luego de las cuales ella se acostaba con una sonrisa beatífica en el rostro, él con un temor sordo al abandono.
Aprovechó ella que su padre viajaría ese próximo fin de semana a visitar a una hermana suya que residía en otra ciudad (excusa que utilizaba él siempre que organizaba, con otros dos antiguos compañeros de la mili, una algarada a los lupanares de la capital; homenaje que se redondeaba pasando la noche del sábado borrachos como corzos, metiendo la pata y durmiendo de pensión) para invitar a cenar en su casa a Luisón. Llegó el gran día. Él, con los invariables quince minutos de adelanto, se personó envuelto en una nube de perfumes por los que había pagado un potosí, con un ramo compuesto por una docena de rosas rojas en una mano -le inquietaba la reacción de ella ante el color elegido, pero se decía a si mismo que los cojones, para las ocasiones- y una caja de bombones en forma de corazón en la otra -"ya, de perdidos, al río"-; los dos besos en las mejillas que ella le dio al abrirle la puerta sonaron con más fuerza de la habitual.
Antes de cenar, ella le enseñó su habitación. Una cama niquelada, antigua, bien conservada y que a él le pareció muy bonita. Grande, como no podía ser de otro modo, y con el piecero sustituido por un arcón de roble sobre el cual reposaba una pequeña manta doblada -él, ante el tímido intento de explicación por parte de ella de esta variación, la atajó componiendo un gesto de sobreentendido y ofreciéndola su mejor sonrisa; ella disimuló un suspiro y se la devolvió-. A cada lado del cabecero, y sustituyendo la tradicional mesilla de noche, se encontraban dos damajuanas conteniendo ramilletes de lavanda -planta a la que ella siempre se refería como "alhucema", nombre que la resultaba mucho más evocador- que impregnaban suavemente de su aroma la estancia. Presidía, situado encima del cabecero, la alcoba un óleo de gran tamaño pintado por ella, una estampa nocturna: nenúfares en un estanque de libélulas azules, imagen que la vino dada por la canción de un poeta que se llama Manolo y se apellida García.
Agradeció mucho ella el gesto de admiración con que contemplaba el cuadro él, y le preguntó por la decoración de su dormitorio; la hizo él un repaso escueto de su escueta habitación, pero se abstuvo de comentarla que las únicas fotos que habían colgado alguna vez de sus paredes pertenecieron a modelos a las que soñó montar.
Pasaron después al comedor. Él, caballeroso, retiró una de las dos sillas dispuestas frente a la mesa y aguardó a que ella tomara asiento antes de hacerlo él -era un gesto que había visto en infinidad de películas y que siempre deseó realizar-, le sonrió ella y pronunció un "merci" en un más que correcto francés. Se dispusieron a cenar: Dorada al horno de primero, seguida de pollo asado, y, contra lo que a primera vista pudiera parecer, dio él mejor cuenta de los platos de la que dio ella, salpicando de elogios entre bocado y bocado a las cualidades de la cena y de la cocinera, percatándose en dos ocasiones de que ella no solo se llevaba la servilleta de hilo hacía los labios; también, con disimulo y sin perder en ningún momento la sonrisa, la dirigía hacía sus párpados.
Después de la cena vino el café, después de éste, y ya en un sofá, llegaron dos vasitos de un licor que a ambos les rascaba en la garganta ya que ninguno de ellos bebía, luego las confidencias, las risas fáciles por cualquier tontería, las rodillas o las manos que se rozaban sin querer queriendo, las miradas que se sostenían durante un segundo más de lo que marcaba el protocolo, hasta que, interrumpiendo un comentario inocente de él, ella le besó.
Diez o veinte minutos después -ninguno de ellos lo hubiese podido precisar- él señaló hacia el pequeño tocadiscos que se encontraba en un rincón de la sala sobre una mesita y la preguntó si le concedía un baile, le miró ella con arrobo, asintió y contestó que sí, pero con la condición de que fuese ella quién eligiese la canción; se levantó, se dirigió a una librería cuyos estantes rebosaban los libros y discos que ella había ido atesorando desde su infancia y eligió un single, le mostró la carátula a él y sonrieron los dos. En más de una ocasión habían hablado del especial cariño que sentían ambos por ese tema en particular; en ese momento decidieron que aquella sería SU canción.
"¡Damas y caballeros! ¡Queridos niños y queridas niñas! -declamó teatralmente él después de incorporarse- ¡Para todos ustedes, la maravillosa Radio Orquesta Topolino interpreta su mundial éxito Mi casita de papel!"; acto seguido se acercó a ella y la tomó de la mano, la atrajo suavemente hacia sí, rodeó en parte con el brazo libre su cintura y, reposando la mejilla contra su abdomen y cerrando los ojos, se dejó guiar al son de los primeros compases de la canción.
Veinte veces que alguien les hubiese dicho a cualquiera de ellos tiempo atrás que llegarían a experimentar lo que en ese momento experimentaban, veinte veces que no lo hubiesen creído, "...está tan cerca el cielo que parece...", ella -siempre sensible- lloraba de felicidad; él intentaba mantener el tipo, pero la dicha que sentía le hacía llorar, "...pasaremos la noche en la Luna...", ella se inclinó, él se irguió y volvieron a besarse, "...viviendo en mi casita de papeeeeel... Oliari uh uh uh."
-¿Bailaría ahora conmigo el Tiro-Liro?  
-Bailaría lo que usted me pidiese...
-Señorita, permítame decirla que es usted sencillamente deliciosa...
-Luis, por favor, quiéreme...

Unas cuantas horas después, ya al despuntar el alba y con los primerizos rayos que se colaban en el dormitorio por los huecos de la persiana mal cerrada, la expresión del rostro de ella no podía ir acompañada mas que de las melodías de "La mañana" de Edvard Grieg; en esa armonía con todo se sentía. Notaba, eso sí, en su medio despertar, cierta molestia, cierta incomodidad en la espalda, pero nada que fuese ella a permitir que la arrebatase ese momento de tranquilidad plena, de total y absoluta calma, consciente como era de que no en otra cosa consiste la verdadera felicidad; inspiró hondo, suspiro complacida y, sin aún haber abierto los ojos ni desdibujar su sonrisa, se volvió a dormir.
Cuando volvió a despertar la molestia en la espalda había pasado a convertirse en dolor, unida a una creciente sensación de desorden que se abría paso en su mente, la impresión de que algo ahí fallaba: no escuchaba la respiración ni notaba nada que indicara la presencia de él allí con ella, solo ese dolor en la espalda. Sobresaltada, se incorporó. Miró a uno y otro lado pero no, allí no veía a Luis. Una punzada en el corazón, un presentimiento trágico e instantáneo la hizo girar bruscamente el cuello hacia atrás. Ahí sí le encontró. Bajo ella, Luis yacía con la boca semiabierta, los ojos semicerrados, lívido, inmóvil. Muerto. Espantada, giró bruscamente y acercó el oído a su boca. Nada. Ningún aliento, ninguna respiración. Inmediatamente examinó también su pecho. Nada. Ningún latido, ninguna palpitación. Nada. Puso una mano en su cara, la agitó violentamente y la abofeteó. Nada. Nada. Nada. Rompió a chillar, la acometió un incontrolable llanto agónico. Le suplicó. Nada. Nada. Nada. Nada. Nada. "¡Levántate, amor! ¡Levántate amor! ¡Levántateamor!" Nadanadanadanadanada. Sus propios gritos la impidieron oír que se había abierto la puerta de la calle, ni los pasos presurosos que se acercaban a su habitación, hasta que una voz atronó a su espalda: "¡PUTA! ¡ZORRA! ¡¿ESTO ES LO QUE HACES CUANDO YO NO ESTOY?!"

Tres horas más tarde, el forense dictaminó que la muerte del hombre pequeño había sido producida por asfixia. La mujer grande, a quien se encontró tendida a su lado sobre la acera, en cambio, había fallecido a consecuencia del politraumatismo causado al precipitarse al vacío desde una ventana de su vivienda, situada en un sexto piso; la autopsia realizada a los dos cuerpos reveló, igualmente, una diferencia de varias horas entre ambos fallecimientos. Se observaron, una vez concluido el examen pericial, diversos indicios -señales de forcejeo y contusiones pre-mortem en la mujer, ocasionadas momentos antes de la muerte- que señalaban al padre de ésta -presente en el domicilio en el momento de acudir allí la policía nacional al aviso de la llamada telefónica que alertó del suceso- como principal sospechoso del crimen al no haber podido ser ocasionadas por la otra víctima -fallecido horas antes, como desveló la autopsia-, indicando asimismo que el cuerpo del hombre también pudo ser arrojado a la calle por él.
Los dos cadáveres fueron hallados desnudos.

Félix García Fradejas
Febrero 2017