jueves, 6 de abril de 2017

EL POZO DEL PRESO

Abril. 1990. El barro le formaba una suela grande y fatigosa en sus zapatillas de deporte y le impedía caminar con facilidad, la lluvia del día anterior -de toda la puta noche anterior- había dejado el terreno de la huerta de la "loca Mari" hecho un lodazal, pero después de la media hora de bicicleta que se acababa de comer para llegar allí, internándose además por caminos aislados que no le inspiraban ninguna confianza, tenía que seguir adelante sí o sí.
Conocía el niño, Javi, ese camino de una única vez, el verano anterior, cuando fue allí con Toño, Iñaki y Chumi con la intención de ver el supuesto "pozo del preso" que tenía la loca Mari en medio de su huerta. Ellos nunca la habían visto por el pueblo, solo la conocían de oídas, la "loca Mari", casi desde que tenían memoria, apodada así porque -según rumores- ella, en su juventud, entre comunidades de adoración al arco iris, lsd, alimentaciones macrobióticas y demás mierda jipi se había quedado con la chola más pallá que pacá, hasta concluir su periplo en un autoexilio en la vega heredada de sus padres, ashá en las lindes del pueblico, ché. Habían llegado a un terreno apartado de la mano de Dios, sin nada -absolutamente nada- en varios kilómetros a la redonda, ni vecinos ni plantaciones ni ná de ná. Reconocieron el sitio por la peculiar caseta (que más bien era un caseto) de la que hablaban los chavales mayores que ellos -los mismos que les habían dado las indicaciones para llegar allí-, en la que, al parecer, vivía la dueña de aquello; una choza anacronicamente decorada con infantiloides pinturas de pájaros, setas, mariquitas y demás motivos naif, y con más mierda que la funda un jamón. Aquella vez intentaron internarse más allá, llegar a dónde verdaderamente querían llegar, al verdadero motivo de la excursión: al dichoso pozo, y estaban en ello, adentrándose entre unos cultivos plagados de maleza cuando les salió fulminantemente al paso, chillando como una posesa, una mujer de edad indeterminada (¿cincuenta? ¿sesenta? ¿muchos menos?), peluja, harapienta, demacrada, famélica, con una mirada insostenible por lo demente y una voz insoportable por lo estridente, "¡Hijos de puta! ¡Yo les hacía a vuestros padres lo que no les hacía vuestra puta madre!". Montaron en sus bicis como malamente pudieron y se largaron de allí cagando viruta, entre gargajos, cantazos y con los güevos en la garganta, y quedaron en que en otra ocasión, más adelante -bastante más adelante- volverían a intentarlo, cuando se hubiese calmado la bruja, pero por olvido, desinterés, desgana, ¿miedo? no lo hicieron.
Tiempo después, casi todo un año después, Javi se encontraba allí de nuevo. Solo, sucio, alerta, y con más miedo que vergüenza. A sus doce años, tanto él como el resto de su pandillita -y como casi todos los críos a esas edades-, era un flipado por todo lo que remotamente tuviese algo que ver con lo sobrenatural, con lo misterioso, con lo oculto, y la leyenda urbana o mito rústico de un pozo centenario custodiado por una posesa en medio de la puta nada y que albergaba a un cautivo tiraba demasiado de él desde que la escuchó por primera vez. Evitó como pudo acercarse a aquella caseta, incluso la posibilidad de poder ser visto desde ella, miró y remiró a su alrededor antes de recorrer, pesadamente y sin rumbo definido, cada trecho, consideró y sopesó las ventajas e inconvenientes de avanzar a rastras, como había visto cien veces en las películas bélicas y las de indios, pero aquél barrizal le garantizaba una tunda épica por parte de sus padres en cuanto regresase a casa en modo cosa del pantano, le echó cojones y trepó con suma cautela y con todas las precauciones a un arbolito para poder conseguir una panorámica más amplia del lugar y con la esperanza de divisar al fin el puñetero pozo, y al fin, por fin, le divisó.
Escasos doscientos metros les separaban, una carrerita de mierda -aún con plataformas en el calzado de barro y mierda-, un minuto, ni eso; bajó del arbolito, dejó allí la suma cautela y todas las precauciones y echó galgas hasta el pozo.
Llegó a él y, tras serenar la respiración, encorvado y con cuidado se apoyó en un pretil de piedra de apenas medio metro de altura, contuvo el aliento, se asomó al interior y... nada. Una simple poza de unos cinco metros de profundidad por otros tantos de diámetro dentro de la cual ni había presos ni presas ni Cristo que lo fundó, por no tener no tenía ni agua, tan solo un piso arenoso circunvalado por la pared de piedra lisa y pulida del propio brocal y algunos guijarros de diferentes tamaños en el fondo; en esas estaba, paseando la vista con desgana por aquello y rumiando su decepción, cuando algo inadvertido a su espalda le empujó.
La caída fue más bien trompazo y el trompazo fue más bien hostión, pero pese a ello consideró que no se había roto nada, tan solo las magulladuras y sangre en una ceja, pero nada más grave. Instintivamente elevo la mirada hacia lo alto, a la boca del pozo, y allí se encontraba la loca Mari, mirándolo a su vez, con sonrisa de arpía y expresión enajenada, "¡Hijos de puta! ¡Yo les hacía a vuestros padres lo que no les hacía vuestra puta madre!", repitió una y otra vez durante un buen rato, el niño no se atrevía a abrir la boca, únicamente miraba la representación con cara de espanto, más por plena conciencia del desamparo de su situación que por la actuación turuleta en si, desapareció al cabo la chiflada y quedó él en el fondo del pozo y llorando, y, de haber podido calcularlo, sabría que pasaron tres horas hasta que volvió ella a hacer aparición con un balde lleno de agua que deslizó atado a una cuerda y con poco cuidado hasta él, después de eso le arrojó una bolsa que contenía unos pocos mendrugos de pan duro y media docena de tomates pochos, después de eso se volvió a marchar.
Le resultaba imposible calcular las horas, pero, evidentemente, los días no; a la semana de la caída y estancia ya se había cansado de suplicarle a la bruja que le ayudase a salir de allí porque comprendió que hacerlo no conducía a ninguna parte, ella se limitaba a llevarle agua y restos de comida dos veces al día y a repetir enloquecidamente la misma letanía: "¡Hijos de puta! ¡Yo les hacía a vuestros padres lo que no les hacía vuestra puta madre!". Diez días más tarde llovió, el niño miró hacia lo alto y vio caer un plástico con el que guarecerse y una manta andrajosa y raída con la que intentar abrigarse; lo hizo. Tapado, sentado, apoyada la espalda contra la pared fijó una vez más la mirada al frente: una lagartija bajó poco a poco (había unas cuantas allí) hasta ir a dar a un pedrusco verdoso y con forma de corazón, una vez allí paró y le miró.

Agosto. 2014. Javi bajó la ventanilla izquierda de la cabina, apoyó ahí el brazo, la otra mano sujetando firmemente el volante; en menos de media hora llegaba a casa. A su derecha, en el arcén y bajo un sol de castigo, numerosas mujeres de diversas edades y orígenes se ofertaban a lo largo del polígono a los conductores, unas con menos vestimenta que otras, y otras con menos aún. Javi llevaba en ese tramo un ojo en la carretera y otro en ellas, sopesando diferentes índices de grasa corporal, calculando tarifas y fantaseando posibilidades. Bajo una de las escasas acacias, unas pocas decenas de metros más adelante, algo en una de ellas le resultó familiar, aminoró incluso más la marcha y se fijó en ella con más detenimiento. Decididamente, según se acercaba, la sensación de familiaridad crecía; tal vez un rostro apenas entrevisto, determinada manera de moverse, de gestualizar quizá, pero algo había ahí.
Cuando estaba ya casi a su altura la reconoció. Lisa. Aquella compañera del colegio que le enamoraba. Sin duda era ella. Lisa, la niña guapa, dulce y gilipollas de su clase, por la que él se deshizo en suspiros media infancia y que se ennovió con Román, el niño bien, correcto y gilipollas de su clase, también; dos largos años -dos largos cursos- en los que ininterrumpidamente asistió y padeció el como vivían ellos su amor de gilipollas. Lisa, ¿quién se lo iba a decir a él?
Frenó. "Hola. ¿Cuanto?". "Cincuenta el completo, guapo, y con condón" le contestó ella casi mecánicamente, entornando los ojos por el sol. "Vale, sube." Se dirigió a una zona de descanso cercana, sin mediar palabra con su acompañante (ella no le había reconocido, de eso estaba seguro, de hecho ni le había mirado una vez subió y se acomodó), aparcó, lo más apartado que pudo de los otros dos camiones que allí se encontraban, paró el motor, la indicó que pasase a la parte de atrás, acto seguido corrió las dos cortinas, la siguió, se tumbó en la cama y se desabrochó el pantalón, ella, mientras, cogió un preservativo de su bolso, lo sacó hábilmente de su envoltorio y se lo colocó entre los labios, después, desapasionadamente, bajó la cabeza.
Javi, tumbado, miraba mientras hacia el techo. Colocó una mano tras su cabeza mientras con la otra acariciaba la espalda desnuda de Lisa. Tuvo un impulso de decir algo, pero se contuvo. Comenzó a bombear mansamente la pelvis arriba y abajo. Cerró los ojos. Volvió a abrirlos, al poco, y vio frente a él una lagartija que descendía lentamente, hacía el suelo, la siguió con la mirada y observó como el reptil continuó descendiendo, hasta ir a dar a un pedrusco verdoso y con forma de corazón, una vez allí paró y recibió casi de lleno el salivazo de esperma.
Afuera, arriba, escuchó pasos. La hora de la cena.

Félix García Fradejas
Abril 2017