sábado, 3 de abril de 2021

La sombra en el muro de piedra

 El sumo sacerdote, erigido asimismo en cacique local e imbuido de poder absoluto autootorgado sobre vidas y muertes de los habitantes de la ciudadela, restauró los sacrificios rituales apenas tomó el mando de ésta. El pueblo, dócil, sumiso, cedió el control total a aquél desconocido que enardeció a su llegada sus espíritus y doblegó sus voluntades después. Eligió, con la arbitrariedad que le confería el cargo, para el primer sacrificio a un matrimonio de campesinos, los padres de Ellaèl, la andrógina criatura nacida muchas cosechas atrás que reunía en su bajo vientre ambos sexos, uno sobre otro, desterrada de la ciudadela cuando aún no había abandonado la niñez por una sociedad enferma que condenaba la singularidad. El por qué de la elección de un anciano matrimonio que nunca dejó de pagar el diezmo era ignorado por el pueblo y alertó al siervo, siempre cubierto su rostro con sus manos en ademán de oración, vosotros lo engendrasteis, escuchó que les decía el sumo sacerdote mientras deslizaba la hoja por sus gargantas, Ellaèl, el hermafrodita, es para ti especial, concretó el siervo mientras tragaba la hiel del momento.

Caminó esa noche el siervo por los lóbregos corredores, sintiendo en su piel la humedad de los muros de piedra, hacía la oscura estancia en la que tenía su aposento el sumo sacerdote, el ágape que le llevaba embriagaba su olfato, más no cometería la imprudencia de probar, aún en su necesidad, siquiera una mínima parte, Ellaèl, Ellaèl, ¿por qué, sacerdote?, incluso desde esta distancia escucho tu respiración abyecta, tu letanía malsana, ¿nunca cesa tu rezo?. A medida que se aproximaba a la sala advirtió que el rezo no era tal, más parecía lamento, tal vez se mortificase, ese jadeo, la mayor proximidad le aclaró que aquellos gemidos no correspondían al dolor, eran de otra naturaleza. Continuó avanzando, la nitidez del gimoteo, no tamizado por ningún obstáculo, le indicaba que la puerta del sumo sacerdote no se encontraba cerrada y que provenía de una única garganta, como no podía ser de otra forma en aquella galería a la que nadie más tenía acceso. Cercano ya al claustro distinguió entre el olor a humedad el de las ascuas de los carbones de aquel brasero permanentemente encendido que ocupaba el centro geométrico de la estancia ante el cual él constantemente oraba y que a su vez servía de única iluminación a ésta, ascendió los dos escalones que salvaban el desnivel entre el corredor y la sala y se detuvo ante la puerta entreabierta; a sus pies, en el zaguán, la túnica terrosa del sumo sacerdote, asemejando una amenaza inerte. Desvió la mirada un fugaz instante hacia el interior del habitáculo y allí estaba él, únicamente él, tendido en las baldosas frente al brasero encendido, se apartó violentamente y se recostó contra el muro, su respiración agitada, no estaba permitido ver el cuerpo del sumo sacerdote, pero no era ese el motivo de su angustia... en aquél fogonazo creyó ver algo más.
Miró fijamente el siervo el muro de piedra frente a él, allí donde las llamas del brasero proyectaban una sombra.
Aquella sombra dibujaba la contorsión imposible de una cópula blasfema.

 

Félix García Fradejas

Abril 2021 

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