viernes, 16 de diciembre de 2016

EL LIBRO ABANDONADO

"Vivencias y convivencias de don Leandro Cimbrón" se titulaba el librito, una novelita corta y de autor anónimo que Alejandro Ramón encontró aquella mañana en su buzón, sin ningún envoltorio ni dirección ni remitente alguno, "Alguna campaña de esas de repartir por aquí y por allá libros para que los encuentre un lector anónimo y los aproveche", pensó, se lo guardó en el bolso del chaquetón, salió a la calle y se encaminó, como todas las mañanas a esa hora, al bar de enfrente, a desayunar antes de acudir a su sesión diaria con el fisioterapeuta.
"Buenos días. ¿Uno con leche y dos churros?", casi afirmó mas que preguntó el camarero a Alejandro R., devolvió el saludo y asintió éste, esperó a que le sirvieran y, ya con el desayuno, se acomodó en una de las mesas libres, recordó el librito que acababa de encontrar y se dispuso a echarle un ojo, a ver de qué iba aquello.
Aquello le pareció un coñazo. No era muy aficionado a la lectura, apenas el periódico y poca cosa más, y que un tipo al que no conocía le contase la vida de otro tipo que además no existía se la traía así como un poquito floja, así que después de un par de primeras páginas -en lo que se le enfriaba un poco el café- para él soporíferas ya estaba casi decidido a cerrarlo y dejarlo olvidado ahí mismo cuando leyó el siguiente párrafo: "...desayunaba don Leandro mientras leía un libro muy aburrido con que anónimamente alguien le obsequió, y a un punto estuvo de lanzarlo por la ventana que de su estancia daba al jardín, pero, quizás con remordimiento por el desconsiderado detalle que ello supondría, no lo hizo; lo guardó, terminó el desayuno, se compuso y salió de la cámara" Otro habitual de la cafetería se acercó a saludarlo, interrumpiendo su lectura, conversó con él unos instantes sobre naderías y se marchó. Tomó Alejandro R. su café, comió sus churros, se guardó de nuevo el libro y dejó la mesa libre.
Sentado en el bus de camino a la clínica, con la pierna izquierda totalmente estirada porque su maltrecha y recién operada rodilla no le permitía otra postura más decorosa, observó con mal disimulado interés a un pequeño grupo de para él perturbadoras veinteañeras situadas a escasos metros de su asiento (para él perturbadoras porque, divorciado dos años atrás y sin ningún trato carnal desde hacía cuatro, cualquier mujer en edad de conducir y con al menos tres dientes se le antojaba Sofía Loren), veinteañeras que pillaron en falta al cincuentón, le dedicaron oportunas miradas desdeñosas e incluso una de ellas le mostró un dedo extendido con expresión de "Monta aquí y pedalea, chato"; Alejandro R., abochornado y ya sin saber a donde dirigir la mirada, volvió a recordar el libro, lo sacó apresuradamente y lo abrió por una pagina al azar : "...escuchó don Leandro dolido, ya que el elevado vocerío se imponía por sobre las demás conversaciones, ruidos y bisbiseos, como aquellas muchachas, en el compartimento contiguo de aquel mismo vagón, hacían burla y chanza de él por haber pretendido iniciar éste un estéril y disparejo galanteo con ellas, sus edades rondando los dos decenios mientras la suya propia rebasaba holgadamente ya el medio siglo..." Mientras leía este fragmento llegó el bus a su parada y bajó Alejandro R..
En la vacía -salvo por él- sala de espera de la clínica aguardó pacientemente su turno. No fumaba, y aunque lo hiciera le hubiese dado lo mismo porque allí no se podía, así que mató los primeros momentos tamborileando con los dedos en el reposabrazos de su silla; entró entonces en la sala un caballero conversador que tomó asiento a su lado y, una vez hecha la que él creyó pertinente presentación, pasó a relatar con precisa minucia todos sus males y dolencias a Alejandro R., interesándose impertinentemente a su vez por los correspondientes achaques de éste. Media hora más tarde un pequeño altavoz situado en la parte alta de una de las paredes informó al cotorro que pasase al box numero tres; exhaló profundamente Alejandro R. y, aliviado y a falta de cualquier otra cosa en que entretenerse, sacó de nuevo el libro y lo volvió a abrir al azar: "...torturaron a don Leandro largas horas con sofisticadas y cruentísimas técnicas con objeto, como no, de sonsacarle aquella información, pero, a punto ya de quebrarse su voluntad, llegaron con recado al verdugo para que suspendiese los tormentos que tan inhumanamente infligía..."; en aquél momento le avisaron también a él por megafonía de que se dirigiese al box numero dos.
- Buenos días, Alejandro, ¿que tal hoy? -lo saludó su fornido fisio y, sin esperar respuesta, agregó: Ya sabe, quítese el pantalón y túmbese en la camilla boca abajo.
-Buenos días, Miguel. Igual que siempre -respondió Alejandro R. al fisio al tiempo que obedecía sus rutinarias instrucciones.
-Hoy no podremos escuchar la radio mientras hacemos los ejercicios, Alejandro, se me fastidió ayer tarde el aparato. A ver si hoy mismo compro otro, que si no tantas horas aquí se hacen aburridas, figúrese...
-Sí, sí... Bueno, que le vamos a hacer... De todas formas tengo aquí precisamente un libro que he encontrado, así que si no tienes inconveniente le echaré un vistazo mientras tú me descacharras la pierna, ¿no te molesta, verdad?
-De acuerdo, claro, ¿por qué habría de molestarme? Usted distráigase con lo que mejor le parezca, no faltaba más...
Procedió el fisioterapeuta a maniobrar la pierna de su paciente, sujetando firmemente bajo su mano la cara interna del muslo mientras con su otro brazo flexionaba la agarrotada rodilla todo lo que ésta daba de si, concluido esto, comenzó a aplicar un vigoroso masaje con sus nudillos a lo largo de la extremidad; Alejandro R., mientras, entre bufido, quejido y resoplido, abrió nuevamente el libro por cualquier sitio: "..su sádico compañero de celda, prendido éste por execrables forzamientos a gran abundancia de ciudadanos de uno y otro sexo y sin observar entre ellos el mínimo distingo de clase, creencia o posición, inmovilizó a don Leandro en su camastro y lo vejó inmisericórdemente per angostam viam, como diera en llamar a esa cópula nefanda por ejemplo Marco Aurelio, durante horas y horas y más horas..."
 -Alejandro, levante un poco el culo p'arriba, que le voy a apartar el calzoncillo para trabajarle hoy también el glúteo.
Aterrorizado, Alejandro R. cerró violentamente el libro, y notó como una gota de sudor frío resbalaba por su frente y su nariz para ir a estrellarse contra la cubierta.
-¿Le ocurre algo, Alejandro?
-No... no...-contestó con voz temblorosa el aludido mientras acataba aún más trémulamente su última indicación. Despacio, rilando, puso el culo semi en pompa; el fisio le bajó hasta medio muslo el calzoncillo y prosiguió con el masaje. Mecánicamente, Alejandro volvió a abrir el libro, obedeciendo a una necesidad imperiosa de leer en él lo primero que de él emergiese, ya enteramente a modo de tabla de salvamento: "...se cernió de imprevisto sobre la estancia una total y completa oscuridad, quedando allí don Leandro preso de la más funestas cavilaciones..."

Un fuerte chispazo a escasos metros anunció el corte de luz.

Félix García Fradejas
Diciembre 2016

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