jueves, 1 de octubre de 2020

Lucia

 La mañana era clara, la luz atravesaba con fuerza el cristal de la ventana y aquel doctor joven siempre la dedicaba una sonrisa que la tranquilizaba.

- ¿Que tal se encuentra hoy, Lucia? Mejor, ¿verdad?
- Bien, hijo, mucho mejor.
- La vamos a dar el alta ya, ¿lo sabía?
- Ay, hijo, gracias a Dios. que largo se me ha hecho...
- Nada, nada, no se queje usted tanto, Lucia, que aquí la hemos tratado muy bien...

Se incorporó y le dio dos besos al medico que le hicieron volver a sonreír. Jacinto, su marido, que estaba en pie a su lado, le dio un apretón de manos acompañado de una sonrisa franca y paternal y se despidieron.
Cruzaron el vestíbulo del hospital, ella del brazo de él, que a su vez se apoyaba en su sempiterno bastón, despacio y felices. Fuera, ya en la calle, entrecerraron ambos los ojos por la luminosidad del día y volvieron a sonreír agradeciendo el aire fresco, la gente paseando, algún niño preguntando cosas de la mano de su madre...

Despertó. La maquina que tenía al lado de su cama de vez en cuando hacía un ruido que la sobresaltaba. Vio por la ventana que aún era de noche, pero el respirador la dañaba la garganta y no la era sencillo volver a coger el sueño. Tenía los pies fríos, se frotó el uno con el otro y notó las durezas en sus talones; en cuanto volviese a casa le diría a Jacinto que se las quitase y que se dejase de tanto periódico y de tanta tele, por Dios, y también que se decidiese ya de una vez a ir con ella a comprarse el traje, que se les metía encima la boda de su nieto y todavía veía que tendrían que ir como siempre a comprarlo a última hora, qué gandulazo este hombre, por Dios.

- Vamos, Jacin, échame una pieza...
- Pero mujer, que acabamos de comer...
- ¡Venga, levanta, no seas sosín!
- Ayyy...

La orquesta tocó aquel pasodoble que bailaban ellos en su juventud, cuando novios. Recostó la cabeza en el pecho de su marido, en el centro de la pista, que había que ver lo poco que le dolía la pierna cuando llevaba dos vasos de vino, y guiñó un ojo a su nieto, que bailaba a su lado con su novia, bueno, ya su mujer, que guapa era. Había sido una buena idea celebrar su boda en aquel lugar en el campo, al aire libre. Olía a tomillo, al riachuelo que por allí cerca pasaba, a romero, a alhucema, y además el tarugo de su yerno ya estaba chispa y cantando bobadas y se ponía muy gracioso siempre que le daba por ahí.   

Otra vez ese sueño. Despertaba más desasosegada cuando soñaba con la boda de su nieto que cuando lo hacía con que la daban el alta, qué cosas. Era ya mucho tiempo allí metida, cinco semanas, y sin poder recibir visitas, ni de su marido, ni de su hija ni de su nieto. ¿Es que no se podía hacer algo para verlos? ¿Tan contagioso era aquello? Las enfermeras que entraban la decían que todo iba a salir bien, que no se preocupase, pero ella quería ver a los suyos, coño. Por el pasillo se oían pasos aún a esas horas pero eso a ella no la molestaba. Y oye, lo guapo que estaba su Jacin tan peinado y con el traje nuevo... Miró otra vez hacia la ventana, parecía que comenzaba a clarear...

La mañana era clara, la luz atravesaba con fuerza el cristal de la ventana y aquel doctor joven volvió a sonreírla con ternura, como siempre, se acercó a ella, la cerró los ojos y la cubrió con la sabana como ocho días atrás había hecho con su marido, miró un momento al suelo, levantó la vista y le dio instrucciones al celador.

 

Félix García Fradejas.

Octubre 2020. 

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