lunes, 9 de mayo de 2016

REFRACCIÓN

¿Desde un principio dice usted, señoría? De acuerdo.

Me enteré del caso de los asesinatos en Alicante una vez allí. Hace tiempo que he dejado de seguir los noticiarios en televisión, y tampoco leo el periódico; sinceramente, tal y como está el panorama, y llámeme egoísta si así lo desea, cada vez me importa menos lo que ocurra en el mundo.
Como le decía a su señoría: llegué a Alicante hace dos semanas -un martes, para ser preciso- y dos días después escuché en el comedor del hotel donde me hospedaba que habían asesinado la noche anterior a una pareja de turistas, ingleses y de mediana edad, por lo visto, y con un ensañamiento terrible -contaban que la sangre de las víctimas impregnaba casi totalmente el pavimento en un radio de unos quince metros alrededor de los cadáveres-; ya le he procurado aclarar antes que no sé si se trataba o no de las primeras víctimas dada mi negativa a informarme por televisión o prensa de las noticias -o mi indiferencia, pueda ser-, el caso es que no experimenté la inquietud que requería el momento, al menos no lo hice de la manera en que si lo hubiera hecho hace tiempo, en que seguramente hubiese agarrado las maletas para largarme de allí inmediatamente y volver a la tranquilidad de mi casa y de mi entorno, sino que terminé de comer, subí a mi habitación, me cambié y bajé a la playa, donde pasé toda esa tarde.
Esa misma noche, sobre las once, tal vez, y mientras tomaba un refresco en una terraza cercana al paseo marítimo, pude escuchar a mis vecinos de mesa hablar otra vez sobre el caso; comentaban además qué, seguramente, abandonarían su hotel a la mañana siguiente, y ahí sí que comencé a tomar la medida de la gravedad del asunto, al notar el temblor rayano en el pánico de sus voces, de todas ellas. Esta vez si que no le diré que no regresé intranquilo a mi hotel.
El día siguiente transcurrió, para mí, con toda la normalidad del mundo, en cambio sí detecté la alarma, incluso espanto, en las expresiones de buena parte de los huéspedes, que hablaban en corrillos ansiosos; por la calle la situación no variaba mucho. En los bares y tiendas que frecuenté pude notar la misma desazón en el ambiente, la misma zozobra, incluso advertí aquella misma tarde, ya en la playa, que, pesé al calor sofocante que hizo ese día, el volumen de público había descendido una barbaridad, algo inaudito, y qué ni una sola familia con hijos pequeños a las que pude observar dejaban a estos alejarse de su mano ni tanto así.
Horas más tarde, a la noche, ya ocurrió algo que me involucró, contra mi voluntad, que duda cabe, pero que me involucró al fin. Paseaba por unas calles por las que no había estado antes, lejos del paseo marítimo y de la zona turística en general, haciendo turismo a mi manera, ya se imagina, por no ver otra vez lo de siempre, y, mientras lo hacía, no pude evitar pensar en todo el tema éste de los asesinatos, y créame, sentí miedo. Mucho miedo. Por la zona en la que yo me encontraba apenas se veía a nadie, si acaso unas pocas personas por delante y muy lejos de mí, tampoco había tráfico, así que apreté el paso y… a ver como le explico yo esto para que me pueda entender, aunque créame que ni yo mismo lo consigo… A ver: ¿conoce usted la sensación de déjà-vu, verdad, la sensación de familiaridad respecto a algo de lo que conscientemente no recordamos que ya nos haya ocurrido, pero que a pesar de ello experimentamos claramente esa familiaridad, no? Pues sin ser exactamente eso, algo de algún modo relacionado noté yo en ese momento del que le hablo; una sensación de irrealidad, de desplazamiento, de no-familiaridad respecto al plano en que me hallaba -desconozco si existe una terminología para este fenómeno-… ¿entiende lo que quiero decir? Sé que es complicado, desde luego, pero no puedo explicárselo de otro modo, no encuentro otro modo. Prosigo. Preso de esa sensación de la que le hablo, supe -así, con toda certeza: Lo supe- que detrás mío se iba a cometer en ese mismo momento otro asesinato.
Fue como una explosión, o, para ser más concreto, como muchas pequeñas explosiones, como cuando arranca repentinamente la tormenta. Gire la cabeza hacia atrás y vi, en la semioscuridad que allí predominaba, los contornos de varias personas de las que no pude distinguir rasgo físico alguno -ya digo que por la penumbra, por la brevedad del momento, por mi lógica agitación-, todas ellas envueltas en una especie de rápida traca carmesí, y acompañada la escena de chillidos, alaridos e, incluso, juraría que alguna risotada, además de algo parecido al fragor del estallido de múltiples globos llenos de agua precedido casi imperceptiblemente por ese otro sonido tenue que apenas alcanzamos a apreciar en las carnicerías cuando filetean una pieza de hígado, pero con una frecuencia más aguda, más alta, casi chirriante. Sufrí en ese instante un terrible escozor en mi espalda, como si me hubiese alcanzado un zarpazo de un animal salvaje, y huí inmediatamente, sin ningún conocimiento de quién pudo ser mi agresor -¿cómo podría yo haberle identificado en una situación como esa?- pero con la certidumbre de qué él sí sabía de mi existencia, e igualmente sabía que había sido testigo de todo aquello, y de esa manera, con ese aviso del zarpazo, me hacía saber a mí que entre él y yo ya se había creado un vínculo.
A la mañana siguiente, y sin tan siquiera haberme preocupado por el estado de mi espalda en ningún momento -recalco: En ninguno- bajé aún antes de desayunar a comprar el periódico local, cosa que no había hecho yo en mi vida; no me fue necesario ni abrirle, imagínese. En primera página, ocupando casi toda ella y a todo color se podía ver una fotografía de la escena -el escenario, quiero decir- que presencié apenas unas horas antes: Una calle teñida -desbordada- de sangre. Reconocí la calle inmediatamente, como ya habrá imaginado. La noticia informaba de que un grupo de jóvenes de la localidad -cinco, en concreto: tres hombres y dos mujeres, con edades comprendidas entre los veintinueve y los treinta y dos años- habían sido hallados muertos en un suburbio de la zona, brutalmente acuchillados y despellejados, literalmente. Se hablaba de una especie de Jack el destripador pero sin distingos. También revelaba el diario que, según testigos, habían sido vistos todos ellos pocas horas antes de encontrarse sus cuerpos en compañía de una sexta persona -varón, declararon unánimemente- y aún sin identificar; solo se sabía de él que era alguien de aproximadamente la misma edad que las victimas, de aspecto normal y desconocido del lugar; forastero, tal vez. Coincidían los testigos en que todos ellos habían reparado en la actitud extremadamente jovial y obsequiosa del extraño para con sus acompañantes -totalmente artificiosa, aseguraban, detalle por el que recordaban esto-, y en su demanda constante de atención.
A partir de ahí no leí un solo párrafo más, señoría; tiré el periódico a la primera papelera que encontré y decidí desayunar en alguna terraza al aire libre, a ver si así se me calmaba la sensación de ahogo que por otra parte me impedía hacerlo en ese buffet abigarrado y claustrofóbico de mi hotel.
Llevaría una media hora sentado, así, aproximadamente, en una terraza, bajo una sombrilla y notablemente ya más tranquilo, cuando pasaron ellos frente a mí. La pareja -el matrimonio, o lo que fueran- tenían una edad cercana a la jubilación, portaban maletas y bolsas de viaje ambos y alternaban miradas sonrientes entre ellos, hacía la cúspide de los hoteles y resto de edificios -considerablemente elevados en esa zona en que nos hallábamos- y sobre todo hacía su acompañante, un hombre que intuí joven por su manera de desenvolverse, pese a no conseguir entonces verle el rostro, que insistía en ayudarles con el equipaje.
Me asaltó súbitamente esa misma sensación de irrealidad de la que le hablé antes, ese déjà-vu que no era en propiedad un déjà-vu, y supe de nuevo -y también de nuevo con toda certeza- que aquella pareja iba a ser asesinada, y que su ejecutor ya se encontraba con ella. Quedé en shock.
No pude advertirles, no pude reaccionar, me encontré totalmente impedido para hablar, para levantarme de mi asiento, para realizar cualquier movimiento o cualquier acción, ni siquiera para discurrir o razonar con un mínimo de sensatez; tan solo pude asistir -mientras ellos ya me daban la espalda y cruzaban a la acera contraria- a la excesiva y sofocante disposición, al desparpajo forzado y a la complicidad servil con que aquel otro hombre les obsequiaba.
Se introdujo de repente el matrimonio en el vestíbulo de un banco casi frente a mí -pude ver por su cristalera que se dirigieron a un cajero automático- y el tercero quedó en la calle, a su espera, visiblemente nervioso aunque, como le digo, hasta entonces solo le vi de espaldas, pero sus movimientos le delataban, y fue justo entonces cuando hizo algo que arremetió por encima de mi conmoción, actuó como una bofetada sobre mí y me sacó de ella: Gritó. Un grito enloquecido, demente, escalofriantemente perturbado y enfermo, un grito que sin rastro de piedad trasmitía una insoportable agonía, un tormento insufrible, mucho más allá de cualquier lógica y de toda comprensión, un grito que pudo durar ocho, diez, doce segundos, consiguiendo que cundiera el pánico entre los escasos viandantes y resto de clientes de aquella terraza en que yo me encontraba y que sin más, secamente, cesó.
Salté en ese momento de mi silla y corrí en dirección contraria al psicótico, llevándome por delante otras sillas y mesas, caí y me incorporé en apenas el tiempo de darme cuenta de ello, y, en mi escapada, escuché tras de mí una voz que inmediatamente reconocí como la de aquel tipo y que no dudé de que iba dirigida a mí, increpándome “¡¡¡EHHH!!! ¡¡¡ERES TÚ!!! ¡¡¡PÁRATE!!!” Ahí sí que eché el resto. Con el corazón en la boca y los pulmones abrasándome el pecho aceleré hasta el mismo límite de mis facultades mientras sentía que alguien a su vez corría tras de mí y acortaba progresivamente nuestra distancia en esa calle ahora despoblada, giré una calle, continué corriendo unos segundos más y vi mi hotel, entré atropelladamente en el vestíbulo, con el consiguiente sobresalto de los clientes que allí se encontraban, me giré y no pude ver ni rastro de mi perseguidor; a punto estuve de gritar, no sé si de la insoportable acumulación de nervios, de alivio o de qué, pero no lo hice. Me agaché, tomé aliento durante unos segundos y -tremendo error mío, que no sé a qué atribuir- pasé de largo por la recepción y su boquiabierta encargada sin dejar constancia del suceso para que avisasen inmediatamente a la policía y me dirigí al ascensor, con la exclusiva idea en mente de encerrarme en la seguridad de mi habitación, intentar calmarme, recapacitar sobre lo que me acababa de suceder y tomar alguna decisión respecto a ello.
Avisé el ascensor y, mientras le esperaba, fui notando que retomaba mi respiración normal. Se abrieron las puertas y pasé al interior. Pulsé el botón con el numero de mi planta, se cerraron las puertas y, abrupta e inesperadamente, sentí una presencia tras de mí.
Por mero y elemental instinto de supervivencia inicié un rápido y mecánico giro hacía quién quiera que fuese que allí se encontraba, intento que se vio malogrado cuando un antebrazo hizo una hábil presa contra mi cuello sin yo poder evitarlo, inmovilizándome por completo. El calor de un aliento se dejó sentir junto a mi mejilla, y una voz que no me era desconocida, ahora tranquila y susurrante, se abrió paso hacía mi oído: “¿Por qué nunca me haces caso? Levanta la cara y mira hacía el frente ¡Mira!”  

Obedecí y alcé el rostro. El reflejo de mí mismo que me devolvió el espejo del ascensor se correspondía a una cara completamente desconocida para mí; mucho peor fue descubrir el reflejo de mí asaltante.
Aquella sí era mi cara.

Félix García Fradejas.
Mayo 2016.

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