lunes, 24 de octubre de 2011

PABLO

Eran las once de la noche cuando termino de trabajar. Su
ocupación, pese al reconocimiento de sus compañeros de
profesión que decían de el que era un excelente profesional, se
había convertido para Pablo en una pesada losa, como el resto
de su existencia.
Se encamino al bar de costumbre, pidió el acostumbrado café y
la copa de coñac que no debía tomar -su psiquiatra le había
prohibido el alcohol mientras siguiera con el tratamiento de
antidepresivos, pero le daba exactamente igual- , encendió un
cigarro y, como todas las putas noches, se puso a recordar, y a
maldecirse por ello.
Rememoro, como siempre, el día de su boda con Lola, como se
habían jurado amor eterno, lo maravillosa que parecía la vida
entonces; el la seguía queriendo, pese a todo. También evoco, y
esta vez sin ningún remordimiento por hacerlo, el día del
nacimiento de su hija, Loli, que pronto tomaría su primera
comunión y que se había convertido en su único motivo para
seguir viviendo.
¿Qué daño había causado el a nadie? ¿Qué es lo que había
hecho mal? ¿Por qué tuvo que encontrarse un día a Lola con
otro en la cama? No podía dejar de mortificarse con estas
preguntas “…si hubiera sido yo de otra manera…” Pero no lo
era, y Lola lo sabia. Por eso tuvo que acepar el ultimátum de su
esposa: “Si te conviene, Alfredo se queda con nosotros, si no,
me voy a ocupar de que no vuelvas a ver a tu hija en tu vida,
calzonazos…”
Pero el era demasiado cobarde. Demasiado cobarde para
arriesgarse a perder a su hija y demasiado cobarde para olvidar
a Lola, de modo que tuvo que soportar que el amante de su
mujer viviera con ellos, justificándolo Pablo ante la gente
como que era el hermano de Lola; gente que lo sabia todo y
que lo único que podía hacer era sentir lastima por ese
desgraciado cuya vida ya solo respondía al pretérito. De eso
hacia ya cinco años.
Fue hacia su casa y se acostó, como desde hacia cinco años, en
la cama de los invitados. No se había podido acostumbrar
todavía a escuchar a su mujer joder con Alfredo en la
habitación de al lado -aquello no era hacer el amor, se decía el-,
y como cada noche rezo, rogando una vez mas que todo
finalizase. Los únicos paraísos que existen son los perdidos,
dicen.
A la mañana siguiente se levanto pronto, como de costumbre, y
preparo el desayuno para todos. La primera de las
humillaciones de la jornada. Mientras hacia esto se preguntaba
cuanto tiempo podrían seguir manteniendo el engaño frente a
su hija. Loli siempre -por obligación- se acostaba temprano.
Ella no sabia que su madre y Alfredo, de quien creía que era en
verdad su tío, dormían juntos, aunque Pablo intuyese que la
niña sospechaba algo, pero Loli había heredado el carácter de
su padre, y nunca se atrevería a decir nada.
El día transcurrió como el resto de los días, con las mismas
humillaciones de siempre, aunque en esa ocasión hubo una
mas: Alfredo había descubierto los poemas que escribía Pablo -
tal vez su única afición-, muchos de ellos dedicados a Lola
años atrás, y los leyó con sorna durante la comida, mientras
Lola reía a carcajadas y Pablo agachaba la cabeza y contenía
las lagrimas que afloraban a sus ojos. Loli no decía nada.
Por la tarde Pablo fue a trabajar. Estuvo en su camerino los
cuarenta y cinco minutos habituales y después salio. Espero
fumando un pitillo a que el jefe de pista le presentase y por fin
este lo hizo: “¡Damas y caballeros! ¡Niños y niñas! Con
ustedes… ¡Popó! ¡El payaso mas feliz del mundo!”. Aplausos.
Félix García Fradejas.
Diciembre 2000.

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